Me volteo sobre la cama con pesadez. Otro día, ya salió el Sol precedido por su Gloria y su Aurora. Ojalá no salga hoy de la oficina, sobre todo al medio día, cuando siento el calor y los rayos del viejo dios como una bofetada en mi cara, propinada para recordarme cuán vivo estoy, sin esperanza de encotrar pronto la muerte.
En la pared veo una cucaracha grande. Balancea su cabeza y se limpia una antena con las mandíbulas. Eras tu quien aleteaba. Gracias por venir, al fin de cuentas, cuál podrá ser la diferencia entre el rumor de tus alas y las un ángel. Luego, la tomo y la dejo en el terrario, para alimento de los escorpiones.
Pasan los días y las noches. Los días con su luz solar dañina y calenturienta. Las noches, con su fresca invitación a explorar los entresijos de mi propia sexualidad y después del clímax, el sueño para adormecer el cerebro y hacerme sentir una milésima más cerca de ignotos dioses enterrados otrora con grosería por la cristiandad.
Una noche, ese placer más allá del rito se interrumpe con rudeza. Escucho un chillido discordante, parecido al canto de un grillo, pero más sordo y menos eufónico. Tras varias noches de vigilia, por fin descubro su origen. Es la cucaracha, asoma su cabeza fuera del terrario, por medio de las pequeñas rejillas de la tapa superior. Los escorpiones, en el fondo, parecen ignorarla, incluso creo la desprecian y ella sube hasta la tapadera para gritar, para despertarme y volverme a la realidad.
Cuando medito sobre el asunto, empiezo a saber. El blatélido quiere decirme algo. Al interrumpir mi sueño provoca un contraste por medio del cual me hace conscientes los profundos abismos de la psique.
Pero ahí no se detiene el proceso. Un día, del negro fondo de mi sueño surge un destello intenso, blanco, enceguecedor. Pero ya no hay ruido. A mi mente solo viene la imagen de un vacio, ocupado por el rostro de la cucaracha. Yo lo sé, ese vacío es hijo de la odiosa matriz de mis anteriores sueños. Ningún esfuerzo me distrae, la escena no se borra. Al principio, es tan estática como una fotografía. Con el paso de las noches, cobra vida poco a poco. Primero, unos apéndices pequeños, situados bajo y cerca de las antenas, son los únicos dotados de movilidad. Como si la cucaracha buscara recibir una señal, un indicio. Después, el insecto extiende sus élitros y la escena vuelve a quedar estática.
Con afán agoto las horas diarias frente al CRT de la computadora. Los MathCad y otros paquetes científicos no son capaces de ayudarme y concluyo por abandonar aquella idea descabellada: según yo, los pulsos de los apéndices transmiten un código. Si lo descifro habré puesto el pie sobre el primer peldaño de la escalera hacia un nuevo estado de conciencia, para alcanzar la plenitud y confundirme con la Diosa.
Harto finalmente, rodeado de pésimas y chapucera intentonas esteganográficas, quiero olvidarme de todo. Para celebrar mi tino, acompañado por la estridencia del rock metálico, decido darle un beso profundo a un exquisito puro de cannabis. En cuanto el alcaloide alcanza su clímax, aparece de nuevo la cara de la cucaracha pero ahora, gracias a la conciencia potenciada y a los prejuicios disminuidos, entiendo finalmente. Ya estoy en el primer peldaño. En silencio, la cucaracha me invita a explorar el sexo con ella, a transgredir juntos los últimos tabués para llevarme un paso más allá. Esa es la única forma, ahora sé, de subir al segundo peldaño de la escalera. La cucaracha es una guía, un vector, hacia la liberación.
Versión urtext, sin editar, de El reclamo de la cucaracha, publicado en Mis inséctos son ángeles, Letra Negra Editores, Guatemala, 2002. ISBN 99922-42-17-5. Foto: Blatella galactica, 2004.
Sunday, August 06, 2006
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